Adela Peña se sacude a manotazos las últimas telarañas del sueño mientras intenta recordar la pesadilla que acaba de tener sin saber que, ese día recién estrenado, va a vivirla hasta los límites del horror.
El dolor de la úlcera la golpea como todas las mañanas y maldice en voz baja. Camino del baño se toma la primera de las pastillas que tratan de mantener su tensión arterial en valores soportables y se aprieta el estómago con el puño para aplacar los mordiscos de ese furioso animal que habita en sus entrañas.
Bajo el agua de la ducha intenta recordar el sueño, pero no puede. Por momentos percibe que le llega algo parecido al eco de un lejano recuerdo que se deshace al instante, como ahora, justo cuando antes de maquillarse hace que el aire del secador de pelo barra el vaho del empañado espejo.
No sabe si la angustia más el recuerdo del mal sueño o el no recordarlo, porque ella se fía mucho de sus intuiciones y más de una vez ha comprobado que durmiendo es como mejor se le manifiestan. Y le viene a la mente una imagen neblinosa, fugaz, que se le escapa sin poder desentrañarla. Ya le ocurrió aquel horrible día, antes de recoger los informes médicos de su hijita, cuando era poco más que un bebé. Se pasó toda la mañana con esta extraña sensación de impotencia, hasta que se hizo la luz en su cerebro y la terrible palabra apareció en él nítida, como escrita con anaranjados tubos de neón sobre fondo negro: leucemia. Y sólo con ver la cara del médico supo que había acertado.
Poco más de una hora después, perfectamente trajeada, aparca su espectacular todoterreno negro en el subterráneo de un moderno edificio, en la zona reservada con un rótulo que reza: “Directora General”.
Pese a ser sábado la actividad es frenética entre los empleados, que se enderezan en sus asientos y ponen cara de intensa concentración en cuanto suena su arrítmico taconeo por el pasillo y empieza a correr el murmullo: “Doña Adela, ya está aquí doña Adela...” y la ven llegar tan tiesa y envarada como siempre.
–Buenos días.
–Buenos días, doña Adela.
–Martínez, Sanjuán y usted, Flores, las tres a mi despacho. Fonseca, lo del lunes lo quiero para hoy –dice sin dejar de andar.
–Pero...
–Para antes de la una, no se olvide. Y usted, Toni, tráigame los informes de los jefes de departamento.
–Verá, doña Adela, va a ser imposible...
Adela Peña se para y lo mira como si fuera la primera vez que lo ve.
–Usted sabe que desconozco el significado de esa palabra.
–Moreno..., doña Adela, no ha venido hoy Moreno –dice con la mirada baja.
–¿Y qué le pasa ahora?
–Su marido está en el hospital...
–Estoy harta de excusas... ¿Cuántos días ha faltado ya esa mujer?
–Es que tuvo un infarto y está en cuidados intensivos... –contesta Toni con timidez.
–Llámela. Quiero su informe encima de mi mesa antes de la una –le responde casi de espaldas, camino de su despacho.
Tras una breve reunión con sus subordinadas, Adela Peña se recuesta en su anatómico sillón de piel y toma en sus manos un portarretratos con el marco de plata. Desde él le sonríe, mostrando la mella, una rubita pecosa de siete años y expresivos ojazos negros que todo el mundo dice son idénticos a los suyos.
–Berta –dice Adela mientras acaricia la adorada cara con las yemas de los dedos. Y a su mente le llegan recuerdos que quisiera olvidar pero no puede: la palidez de su niña entre las frías sábanas del hospital; las secuelas del duro tratamiento; ella por las noches, recostada en el marco de la puerta vigilando su intranquilo sueño, sin saber si podrá estar ahí la noche siguiente, viéndola batirse en esa lucha desigual; y la pena al ver la cara de Berta, que ha empezado a sospechar que algo le pasa, que no es así la vida de otros niños y, pese a todo, nunca ha dejado de sonreír.
De un remoto rincón de su conciencia le llega un aviso, como si fuera la luz de un faro que iluminara un pasaje de ese sueño que se le resiste. Y se estremece. El portarretratos escapa de sus manos y cae boca abajo al suelo. Lo toma y lo vuelve, no sin cierta aprensión, para descubrir que varias cicatrices cruzan el rostro de Berta y convierten su maravillosa sonrisa en una extraña mueca.
–Berta –vuelve a decir y, a la vez que pasa sus dedos por el cristal roto, una lágrima se asoma a sus ojos.
El interfono suena en esos instantes.
–Doña...
–No estoy para nadie, Luismi.
Adela siente una angustia sorda que le sube por el pecho, cierra los ojos y se masajea el puente de la nariz con las yemas del pulgar y el índice. No consigue recordar nada, pero sabe que el sueño está ahí, como un encapuchado emboscado en medio de la noche, dispuesto a revelarse en cualquier momento. Decide ponerse a trabajar porque sabe que, más temprano que tarde como otras veces le ha ocurrido, se hará la luz en su mente y podrá reproducirlo hacia atrás y hacia adelante, como si fuera ella quien manejara un proyector de cine. Así fue como descubrió la traición de su ex, ese ingrato, ese desgraciado, al que tenía como un rey. Trabajó como una bestia para dárselo todo, él sólo tenía que estar pendiente de la casa y de la niña y nunca entenderá sus razones, esos ridículos “no me entiendes, no me valoras, no me quieres más que para lucirme” con los que se justificó.
Cuando son algo más de las doce y media y sólo uno de los informes que ha pedido está sobre su mesa, se queda con el bolígrafo en el aire, como paralizada, casi sin respirar, mientras se descorre el velo del recuerdo y su cara se crispa. Parte de la pesadilla pasa ahora ante sus ojos como proyectada en la pared: Berta corre con la bici, con su precioso cachorro de dálmata en la cestita... Y el resto son sólo sombras, amenazantes figuras en una indescifrable bruma.
Sale del despacho y cruza sin mirar a nadie y, una vez en el subterráneo, corre hacia el coche. Nada más salir a la calle, como lanzada por una catapulta, se salta un paso de peatones y un semáforo que acaba de ponerse en rojo mientras pone rumbo a la casa de sus padres, que anoche se hicieron cargo de la niña.
–¡Arranca, anormal! –le grita al de delante en un semáforo y siente cómo la bilis sube por su esófago.
Cuando lo adelanta, sólo le dirige una despectiva mirada, en vez del clásico “hombre tenías que ser” que se le viene a los labios, porque los acordes de un tema de Enya anuncian una llamada en su móvil.
–¿Qué quieres, Elena? –dice con brusquedad.
– Tenemos que hablar, Adela.
–Ahora mismo no puedo, estoy conduciendo, tengo que recoger a Berta.
–El lunes tenemos la reunión del consejo y no sé si...
–No me jodas, Elena, ¡te lo dejé muy clarito! –dice mientras aporrea el claxon.
–Sí, ya... Pero no veo fácil convencerlas.
–¡Pues si tú no lo haces, dime quién...! Joder, Elena, la empresa es tuya, no me digas que no eres capaz de manejar a cuatro viejas –contesta tras un brusco frenazo en un cruce.
–El caso es que yo tampoco lo tengo claro...
–¿Cómo! ¿Pero qué dices...! Mira Elenita, tú fuiste quien me buscó y yo he cumplido con mi parte...
–Escucha, Adela...
–No, escúchame tú. Cuando yo llegué estabais en la ruina, sin liquidez y nadie os daba un puto duro. En menos de tres años os he sacado adelante... –dice mientras ve cómo una madre agarra del brazo a su hija que intenta pasar por el paso de peatones que ella, a toda velocidad, cruza en esos instantes.
–Sí, pero...
–Nada de peros. Con sacrificios, metiendo el bisturí, haciendo el trabajo sucio al que tú no te atreviste.
–Si mi madre levantara la cabeza...
–Deja a tu madre en paz. Tu madre sabría adaptarse a las circunstancias, esta no es ya una empresa familiar, sino algo mucho más grande y mucho más serio –contesta acelerando con temeridad.
–Puede que lleves razón...
–Nada de “puede” Elenita, sabes que la llevo. Y una cosa más, el lunes le das el finiquito a Moreno.
–¿A Moreno?
–Sí, a la inútil de Moreno, no quiero verla más.
–Pero, Adela, yo no puedo hacer eso. Moreno se pasó treinta años trabajando con mi madre, ya debe quedarle poco para jubilarse, tiene aún hijos estudiando y su marido... el pobre.
–Vamos a ver, Elenita, ¿lo tuyo es una empresa o una ONG? –replica mientras escucha el claxon de un par de coches a los que no respetó la prioridad en un ceda el paso.
–Moreno no, Adela...
–Te dejo, Elena, el lunes hablamos, tú convénceme a las viejas...
Un airado motorista gesticula cuando ella casi lo tira y se pone a su altura al llegar al semáforo. Adela baja el cristal.
–¿Qué te pasa, imbécil? –y arranca sin esperar respuesta, antes que el disco se ponga verde.
Cuando toma la autovía se coloca en el carril izquierdo y atosiga a todos los que circulan por él a menos de ciento cincuenta., acercándose temerariamente y echándoles con insistencia ráfagas de luz.
–Fuera, fuera... ¡quitaos de en medio! –les grita sin palabras, mientras en su mente la sonrisa de Berta, feliz en su bici, lo llena todo.
Retazos del sueño le llegan como oscuros fogonazos: el cachorrito, Berta, la bici... y la indefinible angustia que la corroe sin saber el porqué, porque falta algo, algo que por un instante intuye que también se podría escribir con llamativos trazos de neón sobre fondo negro.
En esos instantes toma la salida que la lleva a la urbanización. Ahora viene esa curva tan cerrada donde su amiga Nuria tuvo el accidente pese a que le advirtió que por ahí llevara mucho cuidado. Al salir de ella, con el corazón acelerado, el sol la deslumbra y empieza a ver con cierta claridad los últimos fotogramas del espantoso sueño. Acelera como una loca y, al girar en la primera calle, invade la acera mientras sueño y realidad se superponen, se escucha un desesperado ladrido, y un todoterreno negro aplasta a una niña montada en bicicleta a la que, en el último instante, apenas le sale de su boca la palabra mamá.
El dolor de la úlcera la golpea como todas las mañanas y maldice en voz baja. Camino del baño se toma la primera de las pastillas que tratan de mantener su tensión arterial en valores soportables y se aprieta el estómago con el puño para aplacar los mordiscos de ese furioso animal que habita en sus entrañas.
Bajo el agua de la ducha intenta recordar el sueño, pero no puede. Por momentos percibe que le llega algo parecido al eco de un lejano recuerdo que se deshace al instante, como ahora, justo cuando antes de maquillarse hace que el aire del secador de pelo barra el vaho del empañado espejo.
No sabe si la angustia más el recuerdo del mal sueño o el no recordarlo, porque ella se fía mucho de sus intuiciones y más de una vez ha comprobado que durmiendo es como mejor se le manifiestan. Y le viene a la mente una imagen neblinosa, fugaz, que se le escapa sin poder desentrañarla. Ya le ocurrió aquel horrible día, antes de recoger los informes médicos de su hijita, cuando era poco más que un bebé. Se pasó toda la mañana con esta extraña sensación de impotencia, hasta que se hizo la luz en su cerebro y la terrible palabra apareció en él nítida, como escrita con anaranjados tubos de neón sobre fondo negro: leucemia. Y sólo con ver la cara del médico supo que había acertado.
Poco más de una hora después, perfectamente trajeada, aparca su espectacular todoterreno negro en el subterráneo de un moderno edificio, en la zona reservada con un rótulo que reza: “Directora General”.
Pese a ser sábado la actividad es frenética entre los empleados, que se enderezan en sus asientos y ponen cara de intensa concentración en cuanto suena su arrítmico taconeo por el pasillo y empieza a correr el murmullo: “Doña Adela, ya está aquí doña Adela...” y la ven llegar tan tiesa y envarada como siempre.
–Buenos días.
–Buenos días, doña Adela.
–Martínez, Sanjuán y usted, Flores, las tres a mi despacho. Fonseca, lo del lunes lo quiero para hoy –dice sin dejar de andar.
–Pero...
–Para antes de la una, no se olvide. Y usted, Toni, tráigame los informes de los jefes de departamento.
–Verá, doña Adela, va a ser imposible...
Adela Peña se para y lo mira como si fuera la primera vez que lo ve.
–Usted sabe que desconozco el significado de esa palabra.
–Moreno..., doña Adela, no ha venido hoy Moreno –dice con la mirada baja.
–¿Y qué le pasa ahora?
–Su marido está en el hospital...
–Estoy harta de excusas... ¿Cuántos días ha faltado ya esa mujer?
–Es que tuvo un infarto y está en cuidados intensivos... –contesta Toni con timidez.
–Llámela. Quiero su informe encima de mi mesa antes de la una –le responde casi de espaldas, camino de su despacho.
Tras una breve reunión con sus subordinadas, Adela Peña se recuesta en su anatómico sillón de piel y toma en sus manos un portarretratos con el marco de plata. Desde él le sonríe, mostrando la mella, una rubita pecosa de siete años y expresivos ojazos negros que todo el mundo dice son idénticos a los suyos.
–Berta –dice Adela mientras acaricia la adorada cara con las yemas de los dedos. Y a su mente le llegan recuerdos que quisiera olvidar pero no puede: la palidez de su niña entre las frías sábanas del hospital; las secuelas del duro tratamiento; ella por las noches, recostada en el marco de la puerta vigilando su intranquilo sueño, sin saber si podrá estar ahí la noche siguiente, viéndola batirse en esa lucha desigual; y la pena al ver la cara de Berta, que ha empezado a sospechar que algo le pasa, que no es así la vida de otros niños y, pese a todo, nunca ha dejado de sonreír.
De un remoto rincón de su conciencia le llega un aviso, como si fuera la luz de un faro que iluminara un pasaje de ese sueño que se le resiste. Y se estremece. El portarretratos escapa de sus manos y cae boca abajo al suelo. Lo toma y lo vuelve, no sin cierta aprensión, para descubrir que varias cicatrices cruzan el rostro de Berta y convierten su maravillosa sonrisa en una extraña mueca.
–Berta –vuelve a decir y, a la vez que pasa sus dedos por el cristal roto, una lágrima se asoma a sus ojos.
El interfono suena en esos instantes.
–Doña...
–No estoy para nadie, Luismi.
Adela siente una angustia sorda que le sube por el pecho, cierra los ojos y se masajea el puente de la nariz con las yemas del pulgar y el índice. No consigue recordar nada, pero sabe que el sueño está ahí, como un encapuchado emboscado en medio de la noche, dispuesto a revelarse en cualquier momento. Decide ponerse a trabajar porque sabe que, más temprano que tarde como otras veces le ha ocurrido, se hará la luz en su mente y podrá reproducirlo hacia atrás y hacia adelante, como si fuera ella quien manejara un proyector de cine. Así fue como descubrió la traición de su ex, ese ingrato, ese desgraciado, al que tenía como un rey. Trabajó como una bestia para dárselo todo, él sólo tenía que estar pendiente de la casa y de la niña y nunca entenderá sus razones, esos ridículos “no me entiendes, no me valoras, no me quieres más que para lucirme” con los que se justificó.
Cuando son algo más de las doce y media y sólo uno de los informes que ha pedido está sobre su mesa, se queda con el bolígrafo en el aire, como paralizada, casi sin respirar, mientras se descorre el velo del recuerdo y su cara se crispa. Parte de la pesadilla pasa ahora ante sus ojos como proyectada en la pared: Berta corre con la bici, con su precioso cachorro de dálmata en la cestita... Y el resto son sólo sombras, amenazantes figuras en una indescifrable bruma.
Sale del despacho y cruza sin mirar a nadie y, una vez en el subterráneo, corre hacia el coche. Nada más salir a la calle, como lanzada por una catapulta, se salta un paso de peatones y un semáforo que acaba de ponerse en rojo mientras pone rumbo a la casa de sus padres, que anoche se hicieron cargo de la niña.
–¡Arranca, anormal! –le grita al de delante en un semáforo y siente cómo la bilis sube por su esófago.
Cuando lo adelanta, sólo le dirige una despectiva mirada, en vez del clásico “hombre tenías que ser” que se le viene a los labios, porque los acordes de un tema de Enya anuncian una llamada en su móvil.
–¿Qué quieres, Elena? –dice con brusquedad.
– Tenemos que hablar, Adela.
–Ahora mismo no puedo, estoy conduciendo, tengo que recoger a Berta.
–El lunes tenemos la reunión del consejo y no sé si...
–No me jodas, Elena, ¡te lo dejé muy clarito! –dice mientras aporrea el claxon.
–Sí, ya... Pero no veo fácil convencerlas.
–¡Pues si tú no lo haces, dime quién...! Joder, Elena, la empresa es tuya, no me digas que no eres capaz de manejar a cuatro viejas –contesta tras un brusco frenazo en un cruce.
–El caso es que yo tampoco lo tengo claro...
–¿Cómo! ¿Pero qué dices...! Mira Elenita, tú fuiste quien me buscó y yo he cumplido con mi parte...
–Escucha, Adela...
–No, escúchame tú. Cuando yo llegué estabais en la ruina, sin liquidez y nadie os daba un puto duro. En menos de tres años os he sacado adelante... –dice mientras ve cómo una madre agarra del brazo a su hija que intenta pasar por el paso de peatones que ella, a toda velocidad, cruza en esos instantes.
–Sí, pero...
–Nada de peros. Con sacrificios, metiendo el bisturí, haciendo el trabajo sucio al que tú no te atreviste.
–Si mi madre levantara la cabeza...
–Deja a tu madre en paz. Tu madre sabría adaptarse a las circunstancias, esta no es ya una empresa familiar, sino algo mucho más grande y mucho más serio –contesta acelerando con temeridad.
–Puede que lleves razón...
–Nada de “puede” Elenita, sabes que la llevo. Y una cosa más, el lunes le das el finiquito a Moreno.
–¿A Moreno?
–Sí, a la inútil de Moreno, no quiero verla más.
–Pero, Adela, yo no puedo hacer eso. Moreno se pasó treinta años trabajando con mi madre, ya debe quedarle poco para jubilarse, tiene aún hijos estudiando y su marido... el pobre.
–Vamos a ver, Elenita, ¿lo tuyo es una empresa o una ONG? –replica mientras escucha el claxon de un par de coches a los que no respetó la prioridad en un ceda el paso.
–Moreno no, Adela...
–Te dejo, Elena, el lunes hablamos, tú convénceme a las viejas...
Un airado motorista gesticula cuando ella casi lo tira y se pone a su altura al llegar al semáforo. Adela baja el cristal.
–¿Qué te pasa, imbécil? –y arranca sin esperar respuesta, antes que el disco se ponga verde.
Cuando toma la autovía se coloca en el carril izquierdo y atosiga a todos los que circulan por él a menos de ciento cincuenta., acercándose temerariamente y echándoles con insistencia ráfagas de luz.
–Fuera, fuera... ¡quitaos de en medio! –les grita sin palabras, mientras en su mente la sonrisa de Berta, feliz en su bici, lo llena todo.
Retazos del sueño le llegan como oscuros fogonazos: el cachorrito, Berta, la bici... y la indefinible angustia que la corroe sin saber el porqué, porque falta algo, algo que por un instante intuye que también se podría escribir con llamativos trazos de neón sobre fondo negro.
En esos instantes toma la salida que la lleva a la urbanización. Ahora viene esa curva tan cerrada donde su amiga Nuria tuvo el accidente pese a que le advirtió que por ahí llevara mucho cuidado. Al salir de ella, con el corazón acelerado, el sol la deslumbra y empieza a ver con cierta claridad los últimos fotogramas del espantoso sueño. Acelera como una loca y, al girar en la primera calle, invade la acera mientras sueño y realidad se superponen, se escucha un desesperado ladrido, y un todoterreno negro aplasta a una niña montada en bicicleta a la que, en el último instante, apenas le sale de su boca la palabra mamá.
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