AUTOR: JORGE BUCAY, psiquiatra y psicoterapeuta argentino.
Del libro: Déjame que te cuente… (Editorial: RBA Libros, S.A.), que se encuentra a vuestra disposiciónen la Biblioteca del IES Arrabal.
Las ranitas en la nata
Yo estaba en época de exámenes. Me había presentado a dos finales y un parcial. La fecha de mi siguiente examen era dentro de una semana y tenía mucho que estudiar.
-No voy a llegar -le dije a Jorge-. Es inútil seguir poniendo energía en una causa perdida. Creo que lo mejor será presentarme con lo que llevo aprendido. Así, por lo menos, si me catean no habré desperdiciado toda la semana estudiando.
-¿Conoces el cuento de las dos ranitas? -preguntó Jorge.
Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata.
Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: «No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril».
Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: «¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esa cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora»
Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas.
Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla.
Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.
La gallina y los patitos
Discutía a menudo con mis padres. Me sentía totalmente incomprendido.
Me parecía imposible no poder entenderme con ellos. Sobre todo con mi padre.
Siempre había creído que mi padre era un hombre fantástico y en aquella época lo seguía creyendo. Pero él se comportaba como si creyera que yo era idiota. Todo lo que hacía le parecía mal, inútil, peligroso o inadecuado. Y cuando intentaba explicárselo era aún peor: no había dos ideas que pudiéramos compartir.
-… y me resisto a creer que mi padre se ha vuelto estúpido.
-Bueno, no creo que se haya vuelto estúpido.
-Pero te aseguro, Jorge, que se porta como si fuera idiota. Como si se aferrara a posturas obtusas y pasadas de moda. Mi padre no es un persona tan mayor como para no entender a los jóvenes… Decididamente es muy extraño.
-¿Cuento?
-Cuento.
Había una vez una pata que había puesto cuatro huevos.
Mientras los empollaba, un zorro atacó el nido y la mató. Pero, por alguna razón, no llegó a comerse los huevos antes de huir, y éstos quedaron abandonados en el nido.
Una gallina clueca pasó por allí y encontró el nido descuidado. Su instinto la hizo sentarse sobre los huevos para empollarlos.
Poco después nacieron los patitos y, como era lógico, tomaron a la gallina por su madre y caminaban en fila detrás de ella.
La gallina, contenta con su nueva cría, los llevó a la granja.
Todas las mañanas, después del canto del gallo, mamá gallina rascaba el suelo y los patos se esforzaban por imitarla. Cuando los patitos no conseguían arrancar de la tierra ni un mísero gusano, la mamá proveía de alimento a todos los polluelos, partía cada lombriz en pedazos y alimentaba a sus hijos dándoles de comer en el pico.
Un día como otros, la gallina salió a pasear con su nidada por los alrededores de la granja. Sus pollitos, disciplinadamente, la seguían en fila.
Pero de pronto, al llegar al lago, los patitos se zambulleron de un salto en la laguna, con toda naturalidad, mientras la gallina cacareaba desesperada pidiéndoles que salieran del agua.
El gallo apareció atraído por los gritos de la madre y se percató de la situación.
-No se puede confiar en los jóvenes –fue su sentencia- Son unos imprudentes.
Uno de los patitos, que escuchó al gallo, se acercó a la orilla y les dijo:
-No nos culpéis a nosotros por vuestras propias limitaciones.
- No pienses, Damián, que la gallina estaba equivocada. No juzgues tampoco al gallo. No creas a los patos prepotentes y desafiantes. Ninguno de estos personajes estaba equivocado. Lo que sucede es que ven la realidad desde posiciones distintas. El único error, casi siempre, es creer que la posición en que estoy es la única desde la cual se divisa la verdad.
El sordo siempre cree que los que bailan están locos.
Del libro: Déjame que te cuente… (Editorial: RBA Libros, S.A.), que se encuentra a vuestra disposiciónen la Biblioteca del IES Arrabal.
Las ranitas en la nata
Yo estaba en época de exámenes. Me había presentado a dos finales y un parcial. La fecha de mi siguiente examen era dentro de una semana y tenía mucho que estudiar.
-No voy a llegar -le dije a Jorge-. Es inútil seguir poniendo energía en una causa perdida. Creo que lo mejor será presentarme con lo que llevo aprendido. Así, por lo menos, si me catean no habré desperdiciado toda la semana estudiando.
-¿Conoces el cuento de las dos ranitas? -preguntó Jorge.
Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata.
Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: «No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril».
Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: «¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esa cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora»
Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas.
Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla.
Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.
La gallina y los patitos
Discutía a menudo con mis padres. Me sentía totalmente incomprendido.
Me parecía imposible no poder entenderme con ellos. Sobre todo con mi padre.
Siempre había creído que mi padre era un hombre fantástico y en aquella época lo seguía creyendo. Pero él se comportaba como si creyera que yo era idiota. Todo lo que hacía le parecía mal, inútil, peligroso o inadecuado. Y cuando intentaba explicárselo era aún peor: no había dos ideas que pudiéramos compartir.
-… y me resisto a creer que mi padre se ha vuelto estúpido.
-Bueno, no creo que se haya vuelto estúpido.
-Pero te aseguro, Jorge, que se porta como si fuera idiota. Como si se aferrara a posturas obtusas y pasadas de moda. Mi padre no es un persona tan mayor como para no entender a los jóvenes… Decididamente es muy extraño.
-¿Cuento?
-Cuento.
Había una vez una pata que había puesto cuatro huevos.
Mientras los empollaba, un zorro atacó el nido y la mató. Pero, por alguna razón, no llegó a comerse los huevos antes de huir, y éstos quedaron abandonados en el nido.
Una gallina clueca pasó por allí y encontró el nido descuidado. Su instinto la hizo sentarse sobre los huevos para empollarlos.
Poco después nacieron los patitos y, como era lógico, tomaron a la gallina por su madre y caminaban en fila detrás de ella.
La gallina, contenta con su nueva cría, los llevó a la granja.
Todas las mañanas, después del canto del gallo, mamá gallina rascaba el suelo y los patos se esforzaban por imitarla. Cuando los patitos no conseguían arrancar de la tierra ni un mísero gusano, la mamá proveía de alimento a todos los polluelos, partía cada lombriz en pedazos y alimentaba a sus hijos dándoles de comer en el pico.
Un día como otros, la gallina salió a pasear con su nidada por los alrededores de la granja. Sus pollitos, disciplinadamente, la seguían en fila.
Pero de pronto, al llegar al lago, los patitos se zambulleron de un salto en la laguna, con toda naturalidad, mientras la gallina cacareaba desesperada pidiéndoles que salieran del agua.
El gallo apareció atraído por los gritos de la madre y se percató de la situación.
-No se puede confiar en los jóvenes –fue su sentencia- Son unos imprudentes.
Uno de los patitos, que escuchó al gallo, se acercó a la orilla y les dijo:
-No nos culpéis a nosotros por vuestras propias limitaciones.
- No pienses, Damián, que la gallina estaba equivocada. No juzgues tampoco al gallo. No creas a los patos prepotentes y desafiantes. Ninguno de estos personajes estaba equivocado. Lo que sucede es que ven la realidad desde posiciones distintas. El único error, casi siempre, es creer que la posición en que estoy es la única desde la cual se divisa la verdad.
El sordo siempre cree que los que bailan están locos.
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