Tratado de
perspectiva
Fernando Soler
A mis compañeros y alumnos del IES “Arrabal”
I
Hoy
he metido bien la pata en clase de monsieur Laurent durante la hora de dibujo.
De pronto he gritado “mierda” en español y me ha oído toda la clase.
Monsieur Laurent no me ha dicho nada. Sólo me ha mirado un momento con las
cejas arrugadas y ha puesto cara de no entender qué pasaba, claro, porque él no
sabe español. Pero Pablo ha tenido que meter la cabeza debajo de la mesa de
tanto como se reía. Pablo es un niño flaco y moreno que tiene cara de hombre
pequeño. Ha llegado de España cuando empezó el curso y el pobre no se entera de
nada, por eso le habrá gustado tanto escuchar “mierda”. Yo es la primera vez
que lo veo reírse. Además Pablo no se lo podía esperar porque en la clase nadie
sabe que hablo español. Ahora los demás creerán que no han oído bien o que he
dicho “hélas!” o algo parecido. Pero Pablo ya se ha dado cuenta. Tampoco yo
creía que se me podía escapar esa palabra, pero es que me había puesto
histérica. Esto lo tengo que explicar.
Monsieur
Laurent llegó a clase con un calendario y lo colgó junto a la pizarra. El
calendario era de esos que son para verlos de lejos con letras y números rojos
y azules bien grandes. Monsieur Laurent le quitó la primera hoja que sólo ponía
1961 y luego le cortó los dos meses que ya habían pasado y lo dejó en marzo.
Arriba había una foto en color de un cisne nadando en un lago y en el cielo
decía: “Chez Roland, Boulangerie”. Encima de la cabeza del cisne había un
árbol. Bueno, no encima. En verdad el árbol estaba en la orilla del lago, pero
en la fotografía se veía encima por detrás a lo lejos. Monsieur Laurent se
volvió hacia nosotros y nos dijo que teníamos que pintar el cisne y todo lo que
se veía menos el nombre de la panadería, y que no nos olvidásemos de tomar
referencias. Monsieur Laurent nos dice siempre eso, que para dibujar hay que
tomar referencias. Viene a ser como medir a cálculo, sin regla, pero él lo dice
así, tomar referencias.
Bueno,
yo empecé señalando la orilla del lago con una raya de parte a parte del papel.
Luego hice una línea vertical donde estaba el tronco del árbol y le pinté
encima una bola para meter dentro las hojas. Aquí ya me iba preocupando porque
me di cuenta de que había miles y miles de hojas que ni siquiera se veían bien
una por una y no me imaginaba cómo iba a poder pintarlas. Pero lo peor fue
cuando tuve que meter la cabeza del cisne debajo del árbol y la barriga en el
lago, porque el agua no me salía así plana como estaba, sino que en mi dibujo caía
desde arriba como una cascada. Mi cisne no parecía que estaba nadando en un
lago azul, sino colgado en el aire delante de una cortina de baño. Pero eso era
ya lo de menos. Lo que me puso a punto de estallar fue lo del cuello del cisne.
Yo había dibujado la cabeza con el pico y luego puse el cuerpo debajo, un poco
más a la derecha, pero no pinté el cuello, que era como una ese al revés.
Bueno, pues ahora no tenía manera de unir la cabeza con el cuerpo. Siempre me
faltaba o me sobraba cuello, no lograba enganchar lo de arriba con lo de abajo.
Lo intenté un montón de veces, pero con la corajina apretaba mucho el lápiz y
luego no se borraba bien. El cisne parecía que tenía varios cuellos como se ven
en los tebeos las cosas que se mueven a un lado y a otro. En esas estaba cuando
apareció de pronto la mano de monsieur Laurent sobre mi bloc de dibujo. Sin
decirme nada arrancó la hoja, la partió y la echó a la papelera. Debajo había
otra lámina blanca y volví a pintar una raya de un lado a otro del papel. Ya tenía
la orilla del lago, no estaba mal. Ahí fue cuando grité “mierda” y Pablo
me miró y empezó a partirse de risa. Así que ya no hay remedio, me ha
descubierto.
Sólo
hablo español con mi abuela. Ella no ha aprendido una palabra de francés en
todo el tiempo que lleva en Francia, y mira que hace años de eso. Mi abuela
dice que llegó de España con mis padres huyendo de una guerra que hubo allí.
Una tarde cuando estábamos las dos solas en la casa me contó que venían con dos
mantas rotas para los tres y una talega de pan duro, y que pasaron frío por los
montes, miedo y mucha hambre, porque mi padre repartió la talega de pan entre
la gente que no tenía nada. Por lo visto con ellos venían muchos más y al
llegar separaron a los hombres de las mujeres. A mi padre lo dejaron por aquí
cerca y lo metieron en un campamento de hombres. Pero a mi madre y a mi abuela
se las llevaron muy lejos y mi padre se escapó del campamento, buscó a mi madre
por toda Francia y se casó con ella. Mi abuela ha empezado a contarme estas cosas
ahora, cuando dice que está perdiendo la cabeza. Y es verdad que se le olvida
todo. No sé entonces si se acuerda de esas historias tan antiguas o si se las
inventa, porque a mis padres no les puedo preguntar y lo que ellos nos dicen no
coincide demasiado.
Mis
padres no nos cuentan nada de esos tiempos, sólo que los dos son de Lebrija, un
pueblo del sur de España y que se vinieron a trabajar a Francia cuando se
casaron. También que Marie y yo nacimos en Toulouse y luego nos fuimos a
Montpellier. De allí a Nîmes, a una casa que tenía un patio de tierra detrás
con un perrito blanco que bebió leche en un platillo de cobre y se murió
envenenado. No recuerdo nada de Toulouse ni de Montpellier, y de Nîmes sólo me
acuerdo del perrito blanco muy quieto junto al platillo, como dormido de lado
delante de una maceta de barro, y a mi hermana Marie llorando. Después nos
vinimos a vivir aquí, a Saint-Étienne. Por entonces sería cuando escuché una
conversación de mi padre por teléfono y desde ese día tengo miedo de que nos
pase algo. Esto no se lo he contado ni a Marie, sólo lo sabe mi amiga Adéline.
Mi
padre casi siempre que habla por teléfono con España espera a que sea de noche,
y una vez yo estaba despierta porque había tenido una pesadilla y escuché que
le decía en español a alguien hablando muy fuerte: “En Lebrija me estaban
buscando para amarrarme a un caballo y arrastrarme por las calles del pueblo”.
Esa noche no dormí y empecé a pensar si mi padre sería un hombre malo y
nosotros vivíamos escondidos, si había matado a alguien en España, había huido
y a lo mejor todavía lo estaban buscando y por eso íbamos tanto de un sitio
para otro. Desde ese día ya no he hablado más en español por la calle ni con
Marie ni con nadie más que con mi abuela dentro de la casa. Con el tiempo se me
fue pasando el miedo, y hasta pensaba que a lo mejor lo de mi padre y el
caballo fue la pesadilla que tuve esa noche, o que soñé que mi padre decía eso.
Pero ahora desde que mi abuela me ha contado esas historias de la guerra de
España otra vez me despierto muchas veces por la noche porque no quiero que sea
verdad nada de aquello ni quiero soñar otra vez con el caballo.
Ya
llevamos bastante tiempo viviendo en Saint-Étienne, así que cualquier día llego
del colegio y me dicen mis padres que nos tenemos que cambiar otra vez de casa,
ya me lo espero, y por si me tengo que despedir de ellos no quiero tener otros
amigos más que Adéline, que eso no lo he podido evitar, ni quiero que mis
compañeros vayan a mi casa y oigan hablar a mi abuela. Tampoco a mis padres en
francés, porque hasta hace poco yo creía que hablaban muy bien, pero
últimamente les oigo algo raro, se nota que son extranjeros, no me explico por
qué les pasa eso ahora.
En
cuanto acabaron las clases me escapé del colegio a todo correr, pero mañana no
me libro de encontrarme con Pablo. A ver qué hago ahora que me ha descubierto y
sabe que hablo español, porque ha estado toda la mañana mirándome de forma que
me diera cuenta de que lo sabía. Y vaya si se le notaba. Pero dejo esto ya, que
tengo que ponerme a repetir la lámina del cisne.
II
Esta
mañana cuando volvía al colegio no me podía quitar de la cabeza a Pablo. Para
colmo hoy es jueves y empezábamos con la clase de composición en lengua
francesa de mademoiselle Delmas. Esta profesora es muy joven y lleva el pelo
corto y unas gafas cuadradas que parecen de hombre y eso la hace guapa, no se
comprende. Mademoiselle Delmas nos deja levantarnos y andar por las mesas para
coger y soltar los diccionarios y para que podamos leer lo que escriben los
demás y ayudarnos. También nos lee sus poemas. No entendemos nada, pero se nota
que para ella son muy importantes y la escuchamos en silencio. A mis compañeros
les gusta la clase de mademoiselle Delmas, pero a mí no tanto porque tengo
siempre un corrillo alrededor pidiéndome que les lea y les corrija y les diga
esto y lo otro. Mademoiselle Delmas dice que soy una superdotada del lenguaje.
Eso cree ella, pero es que me lo trabajo bastante, voy despacio y corrijo
muchas veces. Por suerte las palabras se borran y desaparecen por completo, no
son como el maldito cuello del cisne, que todavía no he logrado ponerlo en su
sitio y no sé cuántas veces he repetido la lámina.
Las
clases de composición Pablo se las pasa estudiando francés con un libro para
españoles y dándole vueltas a un diccionario para traducir frases tontas de las
que traen esos libros. ¿Está el gato encima de la mesa? No, el gato está debajo
de la mesa. Cosas así. Yo iba pensando camino del colegio lo que a mi abuela le
gustaría conocer a Pablo para hablar con él. Seguro que le haría una tortilla
en una sartén toda negra que tiene sólo para eso y nadie la puede tocar. Y
también pensaba que yo querría ayudarlo a traducir esas frases estúpidas y
enseñarle francés, pero a ver cómo le cuento lo que pasa conmigo, cómo le digo
que debajo de Béatrice Martin está escondida Beatriz Martín. Y si no se lo
digo, cómo lo dejo ahí mirándome con cara de bobo ahora que se ha dado cuenta,
y cuando esté partiéndose la cabeza en clase de mademoiselle Delmas para saber
si el gato está encima o debajo de la mesa, cómo voy a mirar para otro lado.
Al
llegar al colegio bajé la vista y me puse a andar rápida para llegar pronto a
la clase y hablar de cualquier cosa con los compañeros, pero al doblar el
pasillo casi me doy de narices con algo. Entonces levanto la cabeza y veo a
Pablo asomado por detrás de una carpeta gigante de cartón que me había puesto
delante para cortarme el paso. Me quedé callada y sin saber qué hacer. Pablo
abrió la carpeta desatándole dos lacitos rojos, me entregó una lámina y me
dijo: “Toma, le pones tu nombre y se lo das al profesor de dibujo”, y se quedó
mirándome. ¡Dios mío! Hay que estar en la luna para creerse que monsieur
Laurent se iba a tragar algo así. El dibujo era igual que la fotografía del
calendario, pero también diferente, no era como ver la fotografía. Había más
luz, los colores eran más suaves y daba la impresión de que todo se estaba
moviendo. Esto es una locura decirlo, pero el lago se parecía al cisne y el
cisne al árbol y el árbol al cielo y el cielo al lago, todo era lo mismo pero
cada cosa se veía distinta y en su sitio. El árbol, por ejemplo, no estaba
clavado en la cabeza del cisne como me salía a mí, sino allí al final, tan
lejos que casi ni se veía, pero tenía todas sus hojas, aunque si te fijabas
bien no estaban pintadas una a una sino que te las imaginabas tú al mirarlas. Y
lo del lago no se podía creer. El agua no era azul como yo la había pintado,
sino que parecía un espejo sucio y se alejaba hacia la orilla. En fin, era como
si el papel que me había dado Pablo fuera una caja, como si tuviera un fondo y
no fuese plano. Yo me quedé mirando aquello sin atreverme a levantar la cabeza
y recordé entonces a Pablo en las clases sin enterarse de una palabra o
desesperado con el diccionario y yo sin ayudarlo ni hablarle ni preguntarle
nunca nada desde que llegó, y el dibujo se ponía cada vez más turbio, como si
lo estuviera mirando por un cristal y empezara a llover, hasta que me di cuenta
de que estaba llorando. Me sequé un poco los ojos con la mano y entonces vi que
había caído una lágrima en el papel sobre la misma cabeza del cisne y estaba
resbalado por el lago. Sería la rabia o la vergüenza que me dio estropear el
dibujo, porque de pronto perdí el miedo y grité en español: “¡Mierda, ahora se
pone a llorar el cisne este!”. Luego levanté la cabeza y noté que me temblaba
el papel en la mano. Pablo no se reía. Estaba serio y no decía nada. Sólo me
miraba.
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