DIARIO DE UN NAÚFRAGO
Tras la horrible tormenta que destruyó el barco en
el que viajaba, aquel treinta de noviembre de 1890, me vi solo en medio del
Océano Pacífico, rodeado únicamente por agua y restos del barco que la noche
antes se fue a pique. El viaje desde América hasta la India no resultó ser muy
fructífero puesto que, cuando llegamos a nuestro destino, no encontramos casi
ninguno de los productos que íbamos buscando. Mi capitán tomó la decisión de
volver antes de lo previsto sin avisar a nadie de nuestra pronta llegada a
América y con los muchos avisos de que era peligroso partir, puesto que se
aproximaba una gran tormenta. Algunos de mis veinte compañeros se opusieron a
la idea del capitán, pero este los convenció diciéndoles que cuanto antes
partieran antes se reunirían con sus familias que los esperaban en América.
Tras un gran banquete decidimos emprender el viaje de vuelta, partimos a las
doce de la noche de aquel fatídico día y entre risas y bromas nos plantamos en
medio del Pacífico. La noche parecía tranquila y todo el mundo, excepto el
capitán, dormía, de repente empezó a llover enfurecidamente y el mar empezó a
agitarse demasiado provocando olas enormes que se tragaron nuestro barco. Lo
último que recuerdo es cómo mis compañeros se tiraban al agua espantados y cómo
mi capitán no salió de su camarote, a pesar de los gritos y rezos de mis
compañeros. Y, como iba diciendo, me encontraba solo, cansado, por nadar
durante toda la noche sin rumbo fijo y pensando si cada minuto sería el último.
Me agarré a un trozo de madera y, vencido, cerré los ojos y me dejé llevar.
Creo que fueron dos horas las que navegué sin rumbo, horas que parecieron días
cuando, en un hálito de esperanza, abrí los ojos. Al fondo divisé un gran
islote y cuando puse mi pie derecho en sus tierras descubrí que estaba de nuevo
en casa.
Mª del Carmen
Osuna Rodríguez 3º ESO A
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