Me gusta
el tren, me encanta todo lo que rodea a la llamada máquina de vapor: las
estaciones con el pulular de sus gentes, los bancos esperando a las penélopes
de bolsos de piel marrón, los mozos con sus gorras y sus carretillas llenas de
maletas, el vocerío, el bullicio, el reloj decimonónico que, como una percha en
el armario, cuelga en un lugar preferente del andén guardando en alcanfor los
tiempos y las horas, el altavoz que con tono neutro y monocorde avisa de las
llegadas y las salidas y, finalmente, el jefe con su vieja gorra cilíndrica y
su abocinado silbato arbitrando a todo
el personal que está de paso. Y pasa, como pasa señor, el caballo de hierro a
vapor, a diesel o a kilovatio, no hay quien lo detenga. Sobre trenes quiero
escribir hoy una parábola, un cuentecillo que nos ayude a comprender la
situación de nuestros días en la vía educativa.
Había una
vez un país cercano, sus habitantes se quejaban del atraso que de tiempo inmemorial siempre habían padecido. Un nuevo
rey fue coronado y quiso contentar a sus súbditos. Tenía ganas de mejorar y
hacer más próspero y moderno su reino. Este monarca no tuvo otra ocurrencia que
anunciar a bombo y platillo la solución
a todos los males endémicos del país: ¡Vamos a poner un tren! Un ferrocarril
que sea la locomotora del progreso.
Este tren
no iba a ser un tren cualquiera, iba a ser el camino del futuro. Los viajeros
se subirían en el mejor vagón que se adaptara a su trayecto, tendría gran cantidad de diferentes vagones donde
elegir y una magnífica red de estaciones. Una completa plantilla de
ferroviarios ayudaría a los viajeros a superar las dificultades del trayecto, facilitando en todo momento la
consecución de los objetivos personales. El viaje sería gratuito, general y los
usuarios elegirían los vagones y los recorridos según sus características o sus
gustos. Según las dificultades y la longitud del trayecto los ocupantes
obtendrían un documento que les facultaría para mejorar sus condiciones de vida
o, en otros casos, un billete para nuevos recorridos. Consiguiendo así en las
estaciones nuevos y mejores trabajos. En resumen que aquel tren era el medio
más adecuado para conseguir la prosperidad que añoraban los habitantes de aquel
cercano reino.
Todo
comenzó con una rimbombante ceremonia, el rey y su corte, vistiendo las mejores
galas, cortaron la cinta que inauguraba el poderoso medio de locomoción.
Tras un
tiempo, aquello fue a más, todos querían subir en el poderoso tren, sus
destinos iban en ello. Entonces los
prohombres de la corte se aprestaron a poner su sello en el invento: uno dijo
que había que decorar los vagones, otro que los viajeros tenían todos los
derechos para con su viaje y no se podrían frustrar poniéndoles dificultades,
otro individuo apuntó que una buena señal de modernidad sería regalar a cada
pasajero una maquinita de alta tecnología para entretenerse en el camino, otro
consejero dijo que el viaje fuera totalmente gratis, alguno más apuntó que los
ferroviarios no tuvieran iniciativas, eran meros servidores y lo único que tenían que hacer era obedecer y
cumplir con su obligación de ayudar al viajero. En fin, todos querían dotar de
ventajas al ferrocarril del reino. Pasaron los años y aquello no funcionó como
se esperaba, con el tiempo se había vuelto una jaula de grillos, en cada vagón se
respiraba un ambiente de barraca de feria, las
discusiones se sucedían , la
indolencia era general. Los ferroviarios no paraban de contentar al
personal y eran tratados por estos despiadadamente. Las llegadas a las
estaciones escaseaban, porque ninguno alcanzaba las metas adecuadamente, otros
trenes se perdían por el camino y todo apuntaba a un verdadero desastre. En un
intento de arreglo los consejeros del reino propusieron dotar al invento de un
sinfín de burocracia, papeles para todo, cualquier cosa que se hiciera era
necesaria reflejarla por escrito, hasta para ir al servicio hacía falta una
solicitud. Un cortesano del rey fabricó un diccionario con términos especiales
para usar en el recorrido, eso dotaba al invento de una gran calidad y un
vocabulario adecuado. Se contrataron supervisores para vigilar los trayectos,
pero extrañamente no realizaron su función, se acomodaron a su posición de
privilegio y nada más exigían documentos burocráticos.
Nada
sirvió, más bien al contrario, la estampa era bien elocuente: los pasajeros
tiraban por las ventanas a los ferroviarios y los vagones eran destrozados ante
la pasividad de las autoridades, por lo tanto nadie conseguía llegar a las estaciones. Todo el mundo hablaba de
fracaso.
El rey en
un último y desesperado intento fue a consultar con el sabio del reino, un
viejo maestro que vivía retirado en una aldea. Cuando el monarca le contó con
todo detalle lo que había ocurrido con el tren nuestro sabio, después de
reflexionar un rato y con la sabiduría que dan los años, dijo:
-La
solución es bien sencilla haga que sus viajeros vayan a pie.
El rey no
comprendía en esos momentos lo que quería decir el viejo, pero nuestro sabio le
explicó:
-El ser
humano es el único animal que se adapta a todos los medios, su mejor
aprendizaje lo realiza cuando tiene dificultades, mejora su vida cuando tiene
que trabajárselo. En el momento que le regalan las cosas no les da valor y las
desprecia.
Ahora, el
monarca, si lo había comprendido y marchó diligente a poner en práctica aquel
plan.
Y hasta aquí llegó mi relato, creo que habéis
comprendido claramente el mensaje. Con este cuento pongo punto y seguido en el
trayecto de mi tren, dejo la estación del Arrabal y me embarco hacia una
estación real de este pueblo, la vieja estación de Carmona, donde por ahora se
ubica el Losada. Me voy con la tristeza de una despedida, pero con la alegría
de llevarme el recuerdo de unos magníficos compañeros a los que les deseo lo
mejor en sus viajes de ferrocarril educativo. Las cosas están torcidas, es
verdad, pero como dijo el viejo maestro: el ser humano es capaz de superar los
vientos más adversos. BUEN VIAJE COMPAÑEROS.
Antonio
Rodríguez Daza
No hay comentarios:
Publicar un comentario